Un comienzo de verano
Por María Piñeiro

Pienso ahora en ese momento y casi lo revivo. No hay muchos así, capaces de dejarte algo dentro, como un metrónomo, con su tic-tac eterno, un movimiento continuo.
El cansancio feliz, el amanecer tan temprano, el aire masticable de Pekín, que te hace una bola en la garganta, la ciega seguridad de que no me había equivocado, de que estaba en el sitio correcto.
Me crecí tanto que me daban ganas de felicitarme por lo bien que me estaba saliendo todo. Aún ahora me pongo contenta. Mucha gente me contó después experiencias muy disuasorias de sus primeras horas en China y la sensación de derrota que les dejaron. No fueron las mías.
En el aeropuerto, subí al taxi después de enseñarle al conductor el papel de admisión de la Universidad, por el lado que estaba escrito en chino, y cuando asintió con cara de lo que me pareció confirmación plena le señalé un cigarro. Me hizo el gesto internacional de “haz lo que quieras” y me lo fumé mirando por la ventanilla. Qué horrorosas son las afueras de Pekín. Entre el aeropuerto y la ciudad, un páramo donde por cierto vive mucha gente, todo es gris y polvoriento y dice a gritos: “¡Vete!, ¡Vete!”.
Vi a un hombre sentado en una silla en el medio metro de arcén con césped, hierba seca y gris, que separa la autovía de la nada. Estaba cubierto por una sábana hasta el cuello, como un fantasma indeciso, y otro le cortaba, concentrado, el pelo. Los coches pasando levantaban los bajos de la sábana una y otra vez.
Pensé: “Huy, no, no. Yo me quedo”.
Viví los primeros días como en un sueño. No porque fuera todo perfecto ni como lo había imaginado (nada era ni dejaba de ser como la había imaginado) sino porque estaba en ese estado de normal estupor que tienes en los sueños, donde todo lo extraño es verosímil, donde se asume lo que va viniendo tal y como llega. Gracias a un americano que conocí nada más pisar la universidad y que estudiaba una de esas carreras que no existían entonces en España -lo que hacía que el chino fuera el idioma extranjero que mejor hablaba- comí muy bien desde el principio.
Me llevó a un restaurante que había conocido en una estancia anterior en Pekín y que estaba en la universidad frente a la nuestra. Me encantó y volví a él muchas veces. Incluso celebré allí mi primera Nochebuena lejos de casa.
Era enorme, de suelos pulidos y relucientes y con una jungla de plantas. Todas dentro de esos maceteros de cerámica china que tienen dibujados grullas, pagodas o cerezos en flor, y eran tan altas y tupidas que construían cortinas vegetales como paredes, separaban estancias donde no existían puesto que la mayor parte del restaurante estaba en una única superficie. Una noche, pasado mucho tiempo, en la que llegamos tarde a cenar dos camareros empezaron en ese momento a regarlas. Una hora después aún no habían terminado, tal era la jungla.
No creo que viera entonces lo popular que era ese sitio, la asidua clientela de profesores y hombres de negocios que iban a comer, beber, cantar karaoke en una de las salas privadas y marcharse casi a gatas, con la cara encendida como un farolillo tras mil brindis. La comida, desde luego, era deliciosa y ese primer día me pareció perfecta. Allí mismo probé dos platos que se convertirían en mis favoritos: unas berenjenas cortadas en tiras y rehogadas y unas gambas que se cocinaban sin pelar, salteadas con verduras, y que los chinos comen como si abriesen una cerradura: se las meten en la boca con los palillos y, dentro, las giran con la lengua con un movimiento definitivo para sacar la cáscara entera.
Jamás aprendí ese movimiento lingüístico, aunque unas amigas chinas intentaron enseñarme. Ellas también me llevaron a cenar a ese restaurante, cuando ya había pasado el tiempo y me había acostumbrado a que fuera el primer sitio en el que pensaba cualquiera cuando se buscaba un lugar que estuviera bien por la zona. En esa visita aprendí que la comida china, que me apasiona, puede ser inquietante para el occidental que deja al chino la carta sin reservarse la elección de, al menos, un plato. El principal fue una anguila rebozada sobre un lecho de tofu fresco salpicado de almendras en láminas y el banquete acabó con una sopa en la que habían dibujado el signo del ying y el yang con cilantro y en la que el huevo resbalaba, gelatinoso, del cucharón cada vez que se servía a un comensal.
El verano, y su calor sofocante, contribuyó a que viviera en ese estado de incredulidad y, a la vez, a que no me cuestionara la pertinencia de nada. Es duro empezar una nueva vida en verano porque cuesta ser consciente de que lo estás haciendo. Parecen unas vacaciones intensísimas en las que se hubiera cancelado el billete de vuelta. Comía con los ojos, de la mañana a la noche, todo lo que la ciudad ofrecía, con voracidad pero sin atragantamientos, con la seguridad del que sabe que el bufet no cierra. Ana, una uruguaya con cara de eterno despiste, me ofreció que compartiera habitación con ella en la espantosa residencia en la que nos tocaba vivir. Acepté y dejé a mi compañera coreana, educada y sonriente, para ir a vivir con alguien que solo resultaba fascinante por sus ideas peregrinas.
Ana creía que no compensaba gastarse cinco yuanes en poner una lavadora de vaqueros. Los lavaba a mano y se acaloraba tanto que, al primer retorcimiento de una pernera, abandonaba la empresa y los tendía empapados sobre el cable del teléfono que cruzaba la habitación. Si te levantabas a oscuras, la tela áspera y húmeda te golpeaba la cara y tus pies pisaban charcos azules. Tortura nocturna.
Ana pensaba que los idiomas se aprendían fácilmente si los escuchabas en sueños y todas las tardes achicharrantes se echaba siestas de varias horas con la telenovela puesta, una de esas telenovelas chinas de dinastías pasadas donde los buenos hablan haciendo muchas pausas llenas de dignidad y los malos silbando. La clave está, decía, en el volumen. La gente fallaba en eso. La gente, se entiende, que creía en el estudio inconsciente. Esa gente acababa poniendo la tele demasiado bajita y así no había idioma que entrase. Ella era capaz de dormir profundamente entre gritos y despertarse con los ojos hinchados y convencida de que había avanzado muchísimo. Yo, que antes de conocer la ubicación exacta de la biblioteca, pasaba las tardes escribiendo mil veces caracteres básicos en la habitación le pedía piedad y ella me incitaba a asumir la evidencia, dormir y aprender de una vez.
Ana asumía que sabía hablar chino y, cuando regateaba, daba explicaciones rebuscadísimas y llenas de gestos a vendedores impertérritos. Cuando acababa, invariablemente éstos se giraban y me preguntaban: “¿Qué dice tu amiga?”. No le afectaba, suponía que lo hacían para no sucumbir a sus persuasivas dotes de compradora avezada. Era una artista del regateo inútil. Le habían dicho que en China lo suyo era regatear y lo hacía donde no debía. Paraba las colas del supermercado para que le bajaran el precio de un yogur hasta que la cajera, enfadada, empezaba a cobrar al siguiente cliente. Le costaba aprender el precio real de la moneda y siempre acababa ofreciendo cifras absurdas por altas o bajas. De alguna forma, compensaba unas compras con otras y te obligaba a ti a ir tras ella puntualizando cada una de sus interacciones.
Ana veía a su novio en uno de sus ligues de Uruguay, un doctorando con el que había quedado cuatro o cinco veces en Montevideo, antes de que ella se trasladara a Pekín y él, a Praga. Le llamaba por Skype y él nunca estaba y cuando sí contestaba, ella preguntaba, melosa: “¿Me añorás?” Y el decía: “Eshhhhte, ando muy ocupado, el checo es muy difícil”. Las pruebas de su amor le parecían, pese a todo, tan concluyentes que se compró en Navidades un billete a Praga. Solo ida. De regalo, como el chico era muy cinéfilo, le compró cientos de películas pirateadas. Colecciones enteras de Ang Lee, Wong Kar Wai o Zhang Yimou, que, después de que la convenciéramos de que no era buena idea llevar semejante atentado contra la propiedad intelectual en la maleta camino de un aeropuerto europeo, metió delicadamente en dos termos gigantes. Los mismos termos se veían a diario en manos de los chinos que venían de fuera a trabajar en Pekín, termos de chino de pueblo que teme no encontrar con qué hacerse el té en el largo trayecto a la gran cuidad. La vi partir, tan convencida de su decisión, que me apuntaló el estado de ensoñación: quizás también aquello tenía sentido. Por qué no.
Al final, Ana nos sorprendió a todos colando los dos termos de diez litros llenos de películas y quedándose con el doctorando en Praga – “Hay que asumirlo: China es periferia intelectual”- para regresar juntos meses después a una provincia remota del interior – “Hay que asumirlo: China es el futuro”-.
Pero entonces, en las primeras semanas, bochornosas y ensoñadoras, poco sabía del futuro de Ana. Ni del mío ni del de nadie. Hay suspense en los inicios y, si se producen en el aturdimiento veraniego, estación del aquí y ahora como ninguna otra, más.  

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