Como dijo el unicornio
Por Dimas Ruiz

Pues eso. Si no existe el unicornio, ¿qué va a decir?
Ponemos en entredicho todo lo que no podemos ver, medir o cuantificar de manera empírica. Hacemos bien, seguramente. Pero luego nos tragamos cualquier bazofia que venga endulzada con una estadística o cualquier afirmación que aparezca tras las palabras “según un estudio”.
En nuestra cultura, el método científico ha impregnado la forma de razonar de la mayoría de las disciplinas. Es algo comprensible, dado que su proceder es completamente lógico y que lleva siglos probando su éxito. Como todos sabemos, este método se basa en la revisión continua de teorías y en la contrastación empírica. La inducción y la deducción son sus herramientas, bendecidas por la santa contrastación. Hasta aquí, nada que observar, pero ¿qué pasa con todo lo que queda al margen?
En muchas ocasiones vemos cómo ciertas materias humanísticas intentan meterse con calzador en la horma científica. Se lee, por ejemplo, el famoso oxímoron “la excepción que confirma la regla”. ¿Hay necesidad de pasar estas penurias?
Para mí, la respuesta es no. ¿Por qué nos esforzamos en estrujar ciertas disciplinas para que entren por el embudo de cierto formato?
La respuesta me acerca al terreno que realmente quiero pisar en este artículo. Creo que esta necesidad de copiar formatos y métodos que sufren algunas disciplinas humanísticas provienen de un triste complejo de inferioridad. Es cierto que la deducción es un noble producto de la mente humana, pero no por ello la intuición ha de perder un ápice de su valor.
Si hablamos de los sentidos, nadie niega la importancia de la contrastación empírica, pero todos andamos pisando huevos cuando hablamos de sensibilidad. Intuición y sensibilidad son dos herramientas imprescindibles para desenvolverse en el mundo de la cultura, entendiendo ésta en su sentido más amplio. No podemos sistematizar su utilización o su enseñanza. Mucho menos su aprendizaje. La sensibilidad no se enseña. Se alimenta. La intuición, flor silvestre de nuestro intelecto, no necesita cultivarse. Sobra con no arrancarla.
A simple vista, estos principios parecen bastante pedestres. No deberían de escapársele a nadie. Pues bien, lean cualquier convocatoria de empleo para conservatorios, escuelas de arte, restauración, teatro, danza o diseño y verán de lo que hablo.
El problema de un complejo de inferioridad es la necesidad continua de justificación que genera. El valor de una manifestación artística no puede medirse al peso. La apreciación de un crítico o un jurado puede ser más o menos acertada – dependiendo de quién la juzgue-, más o menos aceptada. También puede ser más o menos interesada. Los que practican el deporte de leer críticas saben que un mismo evento puede suscitar percepciones totalmente distintas. Esto, que a menudo se utiliza como razonamiento para cuestionar la labor del crítico o del artista, no debería considerarse, a mi modo de ver, un punto débil. Más bien es una muestra de la riqueza del proceso de creación, recreación, recepción y comunicación. Escapa a nuestros intentos de sistematización, y no por eso pierde valor.
Me pongo en la piel del crítico por ser uno de los vértices más puntiagudos de un prisma complejo. Es facilísimo atacar su labor desde una posición pretendidamente lógica o científica, pero hace falta utilizar las herramientas adecuadas para calibrarla. Sin la sensibilidad necesaria, estaríamos matando mosquitos a cañonazos. Hay muchos otros oficios de la cultura susceptibles de sufrir violentos ataques de los escépticos. Entre los blancos favoritos de estos depredadores del prestigio ajeno están los directores de escena. Pero hay otros muchos cuya importancia no se comprende porque su labor es poco visible. Un solo ingrediente mal empleado puede arruinar la receta más sublime. En el caso de las artes escénicas, la necesidad de que cada miembro del equipo esté a la altura artística requerida es absoluta.
En una de mis primeras clases de orquesta escuché una máxima que me marcó, y que ha guiado mi formación como intérprete: “Al buen músico no se le nota cuando está. Se le echa de menos cuando no está”.
En realidad, esta idea se aplica igual al trabajo de un enfermero o un mecánico, por poner un ejemplo entre mil, pero la expongo aquí porque me ayuda a introducir otro trabajo difícil de apreciar: el de la directora musical1.
Es curioso, porque tiene toda la visibilidad (está en medio del escenario y delante de todos) y, sin embargo, parece invisible para muchos. De hecho, hay muchos grandes directores que predican que una buena labor del director le hace desaparecer de la vista. Otros, más místicos, dicen que se logra mimetizar con el sonido. “Se convierte en sonido”. He de confesar que la expresión me encanta. Hay quien sueña con volar y a todo el mundo le parece normal. ¿Por qué habría que defender el querer convertirse en sonido?
Como pueden imaginar, la figura da para que los más escépticos se ceben con ella, y para que los más místicos construyan en el aire su propio Valhalla. Como no soy muy dado al término medio, me quedo con los místicos, pero prometo seguir haciendo incursiones en el tema para mirar por los rincones y explorar aspectos que interesen a unos y otros. Si les interesa, son más que bienvenidos. Eso sí, recuerden que vamos a encontrar pocas verdades, y seguramente ninguna sea contrastable.
Les dejo un pequeño fragmento de El gatopardo que he encontrado en otro rincón este verano, y que anuncia lo que seguramente encontremos por el camino en otra incursión:
“…¿qué haría el Senado de mí, de un legislador inexperto que carece de la facultad de engañarse a sí mismo, este requisito esencial en quien quiere guiar a los demás?…”

1. Valga este guiño al lenguaje inclusivo como muestra de mi respeto por el mismo. No sé en qué quedará el asunto en diez o cien años. Espero que encontremos una solución satisfactoria entre todos. Se hace lengua al escribir, si me permiten pisar otro charco, y no quiero dejar de mojarme los calcetines. No obstante, elijo el ritmo del texto como parámetro principal a la hora de redactar, a sabiendas de que dejo otros santos sin vestir. Espero que me comprendan.

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